"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL SOLDADITO DE PLOMO

EL SOLDADITO DE PLOMO © Jordi Sierra i Fabra 2011 (inédito hasta hoy) (versión actual del clásico de Hans Christian Andersen, hoy, 2 de abril, aniversario de su nacimiento) Aquella mañana, poniendo orden en el desván, Saturnino Robledal encontró una caja con algunos de los juguetes con los que se divertía siendo niño. Una caja llena de soldados de plomo. Feliz, gozoso, se la bajó a su nieto Fernando, que en ese momento mataba marcianos a miles en un juego de ordenador. El niño, demudado, sudoroso, dispuesto a batir su propio récord, se despistó notoriamente al entrar su abuelo en la habitación y eso hizo que un asqueroso monstruo verde le fulminara la última de sus tres vidas, a cinco mil quinientos siete puntos del récord. —¡Abuelo! Saturnino no le hizo caso. —¡Mira qué he encontrado en el desván! El niño observó las dos docenas de soldados de plomo, despintados, gastados, incluso rotos, porque a uno le faltaba una pierna. —¿Y eso? —preguntó frunciendo el ceño. —Jugaba con ellos a tu edad. ¿No es maravilloso? Fernando volvió a mirar los soldados, muy serio. —¿Y cómo funcionan? —preguntó. —¡¿Cómo que…?! —su abuelo abrió los ojos—. Manualmente, claro. —¿Quieres decir que no llevan pilas, ni tienen mandos, ni…? —¿Cómo van a llevar pilas o tener mandos unos simples soldados de plomo? Fernando miró atónito aquella reliquia prehistórica. —Desde luego… —suspiró—. Mira que erais raros. Su abuelo no quiso darse por vencido. Pensó que luego, a solas, Fernando mostraría más interés. —Mira, te los dejo aquí. Tú mismo, ¿vale? Y se marchó. Fernando siguió matando marcianitos, dispuesto a batir su récord. A los cinco segundos ya se había olvidado de los soldados de plomo, dispersados por una de las estanterías de su habitación. Los soldados pronto miraron con mucha atención y miedo aquel nuevo lugar. Se habían aburrido mucho durante aquellos años en el desván, encerrados. Necesitaban un niño que jugase con ellos, pero de pronto el mundo parecía muy distinto. No reconocían nada. El soldado al que le faltaba una pierna era el único cuya atención estaba centrada en un lugar concreto de aquel nuevo espacio. Sus ojos titilaban de asombro ante algo maravilloso. Y lo hacía extasiado. Ella era una muñeca preciosa, vestida con gasas y tules. Parecía una bailarina. Ni siquiera se sintió raro por su tamaño. Lo único sorprendente, extraordinario, era que ella… podía moverse por sí misma. —¿Cómo lo haces? —le preguntó. —Tengo en mi interior un chip electrónico —susurró tímida, y en el fondo tan impresionada como él por su presencia allí. —Yo en mi interior tengo un huequito sin plomo —suspiró el recién llegado—. Supongo que es mi corazón. Se quedaron mirando embelesados. Por la noche, el mundo había dejado de existir para ellos. Habían hablado, se contaron sus vidas, sus sueños. El soldadito le explicó cómo era el pasado. La muñeca animada le contó cómo era el presente. Dos universos unidos. Estaban juntos. Quizás… ¿para siempre? Por la mañana no ocurrió gran cosa. La muñeca le enseñó cómo podía desmembrarse y volverse a montar, de que manera hacía cosas por sí misma… El soldadito no entendía como alguien tan maravilloso podía prestarle tanta atención. Salvo por el hecho de que ya se habían enamorado. Fernando estaba en el colegio. Pero a mediodía reapareció. Volvió a matar marcianitos. Justo a la hora en que le llamaron para comer, se fijó en los soldados de plomo. Entonces cogió al que le faltaba la pierna y lo puso en el alfeizar de la ventana. Luego jugó a practicar su puntería con él. Fallo los tres primeros disparos de su pistola eléctrica, que se perdieron más allá de la ventana, pero el cuarto… Impactó de lleno en el soldadito, que cayó hacia atrás, directo a la calle. Su última mirada, mitad asustada mitad triste, fue para la bailarina animada. Ella contuvo su propio grito de espanto. Cayó en la acera, junto al bordillo. Pensó que Fernando bajaría a buscarle, pero no fue así. A su alrededor circulaban coches y personas demasiado ocupadas como para fijarse en él. El cielo, además, estaba negro como el interior de la caja en la que habían vivido tantos años. Tan negro que de inmediato empezó a llover. No fue una lluvia liviana, al contrario. Pronto se convirtió en torrencial. Era la primera vez que se mojaba. Le gustó, pero pensó que aquello no haría si no empeorar las cosas. Comenzó a perder los restos de la pintura que aún le cubría. Medio ahogado por el agua pasaron los minutos hasta que la lluvia menguó y entonces aparecieron tres niños chapoteando por entre los charcos. —¡Mirad! —dijo uno. —¡Qué cosa más rara! —dijo otro. —¡Está roto! —chasqueó la lengua el tercero. —¡Tengo una idea! —volvió a hablar el primero. Cogió una lata de un refresco arrojada a la calle por alguna persona incívica y la partió por la mitad golpeándola con una piedra. Luego agrandó el hueco inferior y lo convirtió en una improvisada barca. Depositó en ella al soldadito y lo puso en la corriente de agua que bajaba por la acera. —¡Saludad al héroe! —dijo el niño. Se pusieron firmes los tres mientras la lata y el soldadito se alejaban rumbo a la cloaca más cercana, que los devoró en un santiamén. El soldadito se dio por muerto. La caída, sin embargo, no fue muy fuerte. Tuvo la suerte de que la lata cayera de pie, y él mantuviera su equilibrio en su interior. Por unos instantes navegó por la cloaca hasta que se encontró frente a una enorme rata de grandes bigotes. Los dos se quedaron mirando curiosos. —¿Eres comestible? —le preguntó la rata. —No, soy de plomo —tembló él—. Te romperías los dientes. La rata lo dejó marchar. Durante un buen rato, el soldadito navegó en su improvisado barco con rumbo desconocido. Por la cloaca, cada vez bajaba más agua. Ya era un río subterráneo furioso. Él no dejaba de pensar en la muñeca articulada, en su bailarina. La tristeza era más fuerte que el miedo. De pronto el río se convirtió en una cascada, y dando un enorme salto las aguas llegaron al mar. La lata salió despedida hacia un lado y el soldadito hacia otro. Como era de plomo, se sumergió directo al fondo, donde sin duda desaparecería bajo el lodo marino. A muy corta distancia de su destino, apareció un enorme pez con la boca abierta y… Se lo tragó. El soldadito, que había pasado tantos años a oscuras en una caja, se encontró ahora igualmente a oscuras en el estómago de un gran pez. Los jugos estomacales del animal pronto le atacaron para digerirlo, aunque eso era casi imposible. A él ya todo le daba igual. Si su amada la vida no tenía sentido. Sin embargo no pasó mucho tiempo allí. Algo le sucedió al pez. El soldadito escuchó voces humanas. —¡Menudo bicho has pescado! —¡Sí, me darán un buen dinero por él! Los minutos siguientes fueron inciertos. El pez ya no se movía, estaba muerto. Lo llevaron a tierra y otro mar de voces pareció disputárselo. Después el pez viajó en algo parecido a un carro y fue expuesto sobre un lugar muy, muy frío. Al poco, otra voz surgió más allá de su cuerpo. —¡Me llevo este! ¿Cuánto vale? —¡Está recién pescado, preciosa! ¡Deme cinco! Otro viaje, balanceándose en el interior de una cesta, y al llegar a su destino… Un cuchillo abrió al pez en canal pasando muy cerca de su cuerpo. La luz se hizo de nuevo en el horizonte del soldadito. La criada que acababa de liberarle se lo quedó mirando como si viera un fantasma. —¡Pero qué…! —gruñó sorprendida. Lo cogió con la mano y caminó con él. Abrió una puerta y lo dejó en un estante. Cuando se marchó, el soldadito se quedó boquiabierto. ¡Había vuelto! ¡Estaba en el mismo lugar, el cuarto de juegos de Fernando, con su bailarina articulada allí mismo! —¿Dónde estabas? —no ocultó su sorpresa ni tampoco su alegría. —Ahí afuera —el soldadito señaló la ventana. —¿Y cómo es? —abrió los ojos ella. —Increíble. He recorrido prácticamente el mundo entero. He visto otros niños, me he mojado con la lluvia, he navegado en un bote de metal, he visto un animal enorme que vive en el subsuelo y he sido devorado por un pez de cuyo estómago conseguí salir para regresar. —¡Qué valiente! —suspiró la muñeca con su chip energético rebosante de luces—. Pero lo importante es que has vuelto. —Por ti —dijo él. —¿Por mí? —las luces se hicieron casi rojas en sus puntos oculares. Fueron los minutos más hermosos de sus vidas. Los minutos del reencuentro. Le contó su odisea con detalle y ella la vivió impresionada. Su chip ya sólo latía para él. Era como si estuvieran solos allí, apartados de los demás juguetes, que les observaban con curiosidad y algo de envidia. El amor era algo tan extraño entre ellos. Tan diferentes. Tanto. Al anochecer, Fernando regresó a su habitación y contempló sus muchos juguetes para decidir con qué o con quién se entretenía. Le acababan de prohibir que jugara con la videoconsola y estaba muy enfadado. No entendía los razonamientos de sus padres. ¡Con lo mucho que aprendía gracias a ella! El lugar era confortable y cálido, con el fuego del hogar encendido, su cama dispuesta, todo en orden, pero él no lo veía así. Se sintió aburrido. Entonces vio al soldadito de plomo y frunció el ceño. ¿Cómo diablos había…? Se acercó a él, más y más furioso, y de un manotazo lo derribó del estante. El soldadito fue a caer al fuego. —¡Bah! —dijo Fernando—. ¡De todas formas no era más que un viejo muñeco roto! Y se marchó de su habitación, aún más aburrido. Nada más cerrarse la puerta, el soldadito, sintiendo el fuego que ya abrasaba su cuerpo, miró a su muñeca. Ella, muy asustada, impresionada, hacía lo mismo desde el estante. —¡Soldadito! —¡Me alegra haberte conocido! —suspiró él. —¡No! —gritó ella. La muñeca activó toda su energía. Su chip disparó los resortes de su cuerpo. Envuelta en haces de luces de todos los colores, dio un paso. Y otro. Y otro más, acercándose al borde del estante. —¡No lo hagas! —dijo el soldadito al comprender lo que pretendía. La muñeca electrónica que bailaba no le hizo caso. Con el siguiente paso llegó hasta el borde del estante y luego… ¡Se precipitó hacia el fuego! Y cayó al lado de su amado. Mientras las llamas les rodeaban con su centelleante pavor, los dos se abrazaron con fuerza y se miraron a los ojos. Sonrieron. No sentían dolor, sólo paz. Después… Después pasó la noche, plácida, se apagó el fuego, llegó la mañana y cuando la doncella entró en la habitación para limpiarla se dio cuenta de que había algo asombroso entre las cenizas y los restos de las maderas abrasadas. Un corazón de plomo. Un perfecto corazón de plomo, pequeño, de unos tres centímetros de alto y ancho. Cuando lo guardó, curiosa y emocionada, creyó percibir algo. Como si latiera. Ella nunca supo que en el interior de aquel corazón de plomo latía el chip de la muñeca articulada, fundida con él, inseparable. Para siempre. Se dice que late y latirá eternamente. Quién sabe. Tal vez nadie esté ahí para verlo.

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